Decía Don Draper que nostalgia, en griego, significa «el dolor de una vieja herida. Un dolor de corazón, mucho más intenso que un recuerdo». Muchos de los que acudimos el pasado 28 de mayo al escenario San Miguel del Primavera Sound, lo hicimos llamados atraído por el eco de la nostalgia. Fleet Foxes, el folk pastoral de su debut homónimo, disponía de una enorme carga nostálgica, un disco arrollador en el que Mykonos, Grecia de nuevo, se manejaba como un pilar esencial para portar con honores la bandera de la era post-punk de Seatle, ciudad ya de por sí cargada de nostalgia, con su lluvia eterna, su cielo plomizo, la cuna desde la que Phil Ek, productor del nuevo trabajo de la banda, ha arropado a una nueva escena del noroeste en la que Fleet Foxes se mueve como pez en el agua.

Explanada del escenario San Miguel viendo a Feet Floxes // Fotografía de Imma Varendela

Así que sonó Mykonos y el tiempo pareció detenerse. El 28 de mayo no era un día cualquiera en el Festival. La coincidencia con el Barça – Manchester hizo que parte de la parroquia local y de la cada vez más numerosa representación británica de la masa social del Primavera Sound viviese aquel día con la excepcionalidad que supuso la entrada del fútbol a las entrañas del certamen. Y aunque faltaba relativamente poco para comenzar el encuentro y no todos decidimos entregarnos a Wembley, la explanada que da cobijo al escenario San Miguel presentaba un aspecto estupendo, con el sol enfilando su retirada y el silencio acurrucando temas como Montezuma, nueva prueba de la delicada relación de los de Seatle con la liturgia del directo, potente en el momento capella de Mykonos, optimista en Grown Ocean, firme a lo largo de toda la actuación. Una actuación que nos dejó eso, un poso de nostalgia del que no nos aliviaremos hasta el domingo, cuando Robin Pecknold y los suyos aterricen en el Auditori de Barcelona para manejarse allí donde cohabitan mejor con su público: los escenarios pequeños y acústicos, óptimos para una liturgia que eleva el folk pastoral a algo esencial.

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Pecknold, queda claro a estas alturas, nació en Seatle en 1986. Y aunque en su niñez el grunge se presentó como un doloroso estallido que puso a su ciudad en el mapa musical para siempre, Fleet Foxes hace otra cosa. Esa cosa irrumpió con fuerza en 2009, cuando la banda formada por él mismo, Skye Skjelset (guitarra), Christian Wargo (bajo), Casey Wescott (teclista) y Morgan Hendersen (multiinstrumentalista) presentaron un trabajo repleto de luz, alusiones constantes a las montañas, los árboles, la naturaleza como cuna de todo. Y Fleet Foxes, el disco, funcionó estupendamente, se elevó a las 200.000 copias vendidas y dio sentido a la primera asociación que Pecknold y Skjelste crearon a los catorce años, cuando se juntaron para empezar a componer música.

Helplessness Blues, el disco que presentarán este domingo, es la continuación de aquel monumental éxito. Con pocas concesiones al optimismo, The shrine/an argument está bañada de épica, -su recién estrenado videoclip se revela como una deliciosa pieza de animación de visionado obligado- mientras que Blue Spotted Tail alude a cierta evocación existencialista y Helplessness Blues, tema que da nombre al disco, se refugia en la esencia misma del grupo. Entremedio, nuevos temas para abrazar la litúrgica concepción de su música, con ese regalo que es Grown Ocean, la feliz reconciliación de Pecknold consigo mismo a través de un sueño hermoso, cálido, trufado de luz. «In that dream I’m as old as the mountains«, arranca. Puro Fleet Foxes. R. IZQUIERDO