En el último lustro se ha podido percibir un incremento dramático de anuncios que cuentan con bandas sonoras de grupos generalmente denominados indies, cuyas canciones no sólo complementan el mensaje publicitario, sino que se han convertido en el eje central del anuncio. Si bien ésta no es una tendencia completamente nueva en publicidad, sí es cierto que su institución ha generado todo tipo de debates en relación a la producción artística, la imagen de los artistas y las consecuencias de las campañas, entre muchos otros factores. Un artículo de CARLOTA SURÓS
¿Qué representa la publicidad para una banda? ¿Se puede hablar de planificación de marketing para sellos indies, o más bien de ‘autenticidad prestada’? ¿Es un logro o una renuncia a la credibilidad? Como argumenta Timothy Taylor en The Sounds of Capitalism: Advertising, Music and the Conquest of Culture (2012), «los músicos de hoy se mueven con flexibilidad entre la esfera musical y la publicitaria, ya que la línea entre los mensajes comerciales y la música popular se ha vuelto muy difusa«. En una era en que las fronteras se han nublado por completo, parece que el «indie» (sea cual sea el significado real de la palabra) nos ha dado una auténtica lección de supervivencia. ¿Cómo lo ha hecho y por qué?. Hay opiniones para todo: es la ley de la selva.
Desde hace relativamente poco, el publicitarse a través de campañas era poco más que firmar la propia sentencia de muerte o vender la propia alma al diablo. Lejos quedaban los tiempos en que hacer ‘radio jingles’ (canciones publicitarias) para Lucky Strike era una afirmación de talento, o los ligeros años cincuenta, en los que los artistas y sus canciones prácticamente se implantaban en la identidad del producto. Las tres décadas posteriores (de los 70 a los 90) pisaron muy fuerte, dejando una huella prácticamente imborrable: la autonomía artística y comercial, que se convirtió en una declaración de intenciones por si misma. La relación entre consumismo y autenticidad se invirtió, dejó de estar «bien visto», separando ambos conceptos y basándose en el intercambio sin derivaciones (como dice Taylor, «dinero por discos«).
Hasta hace bien poco, lo que ha definido parte de la era posmoderna es que el mundo financiero, así como el éxito comercial (hablamos de multinacionales) se ha observado como antítesis de esa banda que tanto te gustaba y que «desde luego no podía venderse«. La ‘crítica artística’ al capitalismo, surgida de la contracultura a partir de los setenta hacia adelante, resaltaba el hecho de que el capitalismo funcionaba «demasiado bien«, corrompiendo los productores y controlando los consumidores, en lugar de remarcar que «no funcionaba lo suficientemente bien«, generando desigualdades sociales y distribución desigual de riqueza, entre otros. El mal endémico de la sociedad y el arte, ante todo, era sucumbir a la amenaza demoníaca del capitalismo: «mercantilizar» era sinónimo de «venderse«. Paralelamente, son los hijos crecidos de esta generación -los baby boomers y la Generación X-, los que hoy en día han redefinido la ‘crítica artística‘ al acceder a la industria y al espacio ocupado por sus antecesores. Cada vez se ha generalizado más la idea que la música es comercial por naturaleza, independientemente de cómo la interpreten sus oyentes; evidentemente, este hecho se ha visto reflejado en la concepción de esta relación entre ambos. Y más, sobretodo, en la era post-Internet, que ha afectado enormemente el panorama económico de la industria musical.
Antes de profundizar en el tema, es interesante comprender el giro publicitario como una respuesta parcial a la era del MP3 -hoy más bien evolucionada a era ‘streaming’ o de ‘libre acceso’-, en la que los artistas también han tenido que buscar nuevas vías para financiarse, creando a su paso un nuevo dilema sobre el aparente divorcio entre consumo y autenticidad. El artículo que Kevin Barnes (líder de la banda Of Montreal) escribió en Stereogum, titulado «Selling Out Isn’t Possible« puede entenderse como un manifiesto fundacional al que se han adherido muchas partes implicadas (desde las multinacionales hasta los artistas), y que plantea asimismo una separación subsecuente: la divergencia entre músico y consumidor. Si bien anteriormente los fans acusaban a los artistas de «venderse» o a los otros fans de escuchar música «vendida«, hoy en día no son menos los artistas que acusan a los consumidores de haber dejado de comprar discos, y es este asunto lo que los ha llevado a ampararse, dicen, en los brazos de los benefactores de las multinacionales o las empresas de publicidad.
Taylor entiende esta nueva práctica más bien como un intento de «luchar contra el capitalismo depredador y el racionalismo que lo acompaña«, más que el hecho de que haciéndolo, los músicos contribuyen también al sistema, como un pez que se muerde la cola. Curiosamente, pero, este hecho genera una contradicción en sí misma, ya que mientras los artistas siguen creyendo en la «utopía contracultural» que sostiene que el comercio y el arte son incompatibles, defienden al mismo tiempo que no tienen otra alternativa que vender su obra, afirmando que de un modo u otro tienen que cobrar. Como Taylor afirma, «no toleran lo que entienden como música comercial… pero tampoco tienen reparo a prestar su producción a propósitos comerciales«.
En términos generales, para los artistas la publicidad se observa como una posible vía de soporte más que como una plataforma de ascensión al poder, como afirma Barnes en su manifiesto: «Los punks-rockers pseudonihilistas de los 70 crearon un código imposible.. del que nadie hoy en día puede vivir«, e interpela indirectamente a los fans: «puede parecer triste, pero una de las pocas salidas que tenemos las bandas indie para hacer algo de dinero es vender nuestras canciones para anuncios. Muy, muy pocas bandas generan hoy en día suficientes beneficios de los álbumes y las giras como para abandonar definitivamente sus trabajos«. Este tipo de declaraciones no es, por otro lado, incomprensible: en este ‘intercambio’ de bienes (dinero por discos o producto), es razonable que los músicos hayan sentido que el «contrato social» entre fans y bandas haya sido, en cierto modo, violado. Si la fuente de ingresos principal ya no es el consumidor, ¿cuál es la fuente de ingresos actual? Periodistas como Kindley se plantean hasta qué punto este hecho ha repercutido en las bandas o músicos, citando ejemplos como los fallecidos Mark Linkous o Vic Chesnutt, cuyas deudas podrían haberse visto más o menos subsanadas en otras épocas. «Hay una generación nueva que hoy en día valora la red y el hardware que provee la música, pero no la música en sí» -comenta Kindley- que se añade al hecho de que cada vez hay menos compositores específicos de música para anuncios. Las corporaciones buscan artistas emergentes a los que pagar poco, y la facilidad de acceso ha diluido mucho las líneas entre lo indie y lo mainstream: como dice Hopper en Selling Out Saved Indie Rock, «diferenciar la música mainstream con la música indie es dibujar una línea que no existe; tan solo es una cuestión de grados«. Aún así, ¿hasta qué punto se deben responsabilizar los fans de esta situación? ¿Han cambiado únicamente los valores de los consumidores?
Un punto clave a comprender es el hecho que los anuncios no van a salvar a nadie. «Si la gente no conecta la música contigo, no sirve de nada… Las multinacionales son las últimas que pagarán a una banda todo lo que vale«, comenta Sarah Quin, integrante del dúo Tegan and Sara. Gabe McDonough, VP de Leo Burnett, una de las mayores agencias de los EEUU, lo complementa: «Los artistas hacían dinero vendiendo discos. Esto ya no sucederá más, y la cesión de derechos para publicidad tampoco cambiará nada«. Por lo tanto, quien afirme que las marcas se han convertido en los nuevos sellos se enfrenta a un problema de comprensión: venderse no siempre significa «salvarse«. Si bien el arte existe por sí mismo, la publicidad (y eso incluye campañas de marketing y el mensaje que pretenda transmitir) tiene como propósito vender; que la música tenga un éxito paralelo al del producto es más bien cuestión de suerte. Hay que tener en cuenta, asimismo, que los artistas y las multinacionales (a los que el manifiesto engloba en el mismo bando) tienen objetivos muy distintos que no hay que olvidar: los artistas pretender darse a conocer y sacar un beneficio económico de ello. Las multinacionales buscan el prestigio y la imagen que esta música les puede aportar. El caso no es que ya no queden compositores de jingles y las empresas tengan que acudir a grupos emergentes para publicitarse; es que esas empresas ya no quieren esos jingles.
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En España, sin ir más lejos, se han encontrado casos que confirman la regla. Uno de ellos es la serie de anuncios de Estrella Damm, bajo el título «Mediterràniament«. Funcionen o no, la estrecha colaboración de estos artistas -entre los que se encuentran bandas como Billy Vision & The Dancers o Herman Düne– y la marca ha generado un discurso determinado con una estética muy marcada de videoclip. En este caso, esta práctica ha funcionado también como una especie de intercambio con una clara intención de marketing; no en vano hemos podido ver todas estas bandas, sin ir más lejos, en el BAM de la Mercè en los respectivos años que han prestado su música. Y esta es, en parte, la intención: tú me das la estética y la imagen, yo te proporciono fans. Quid pro quo.
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Evidentemente, hay que tener en cuenta cuáles y qué tipo de grupos son los que prestan sus creaciones al servicio de la publicidad. No es lo mismo, por ejemplo, el caso de Feist con su 1234 (Apple) o el Wake Up de Arcade Fire en la Super Bowl, cuyos beneficios se donaron a Haití poco después de la catástrofe. Bandas consolidadas cuya denominación «indie» puede ser puesta en duda dada su repercusión masiva (basándonos en sus posiciones en los line-ups de los festivales más concurridos del mundo y de la enorme facturación que generan) marcan un ingreso extra en publicidad que difícilmente afectará a su popularidad. Para bandas más ‘medium’ a nivel comercial -basándonos parcialmente, de nuevo, en sus posiciones en los line-ups de los festivales- este hecho puede sí puede marcar una diferencia. Este es el caso de bandas como Yeasayer, Tame Impala, Best Coast y un largo etcétera que se han encontrado en esta posición más vulnerable -«¿afectará mi colaboración con una multinacional a mi imagen?»- y por lo tanto más incómoda.
Hoy en día una gran parte de la interacción social implica, de una manera u otra, el publicitarse a uno mismo y crearse una marca propia. Barnes lo previno claramente: «¿Por qué comercializarnos? En la industria del arte es extremadamente difícil tener éxito sin convertirte en una caricatura. Incluso Hunter S. Thompson lo sabía. Y Dios dirá si Duchamp o Warhol lo sabían«. No se trata ya del uso de las marcas, sino de la ingente cantidad de tiempo que gastamos publicitándonos a nosotros mismos, juzgando nuestros logros en función de los «likes» que recibimos en Facebook o la cantidad de seguidores que recibimos en Twitter. Algunas de estas bandas han probado de enlazar esta cuestión a través de estas redes sociales, para establecer -o parecer que lo hagan- una conexión con sus fans antes de «vender» su producción a la publicidad, como buscando la aprobación general o informando a los fans antes de que éstos se encuentren con la «sorpresa«. Éste es el caso de Tame Impala, que hace apenas un par de semanas publicó en su muro de Facebook: «Me han ofrecido 100.000$ para un anuncio de una compañía telefónica. ¿Qué debería hacer, fans?«. Fuera o no sincera esta afirmación, está claro que al grupo le importaba la imagen que podía dar vendiendo su música a una multinacional. Queda poco claro, aun así, si todos los fans sabían que ya habían prestado Elephant para un anuncio de Blackberry con anterioridad sin preguntar nada antes. Un debate parecido generó la actuación de No Age en el Make Noise Festival de Barcelona hace aproximadamente un año. Mientras que No Age aceptaron tocar para Converse, a mitad del concierto pusieron un vídeo-denuncia de los abusos de la marca en países subdesarrollados. Bastantes dudas fluyeron a raíz de esta actuación: ¿Había sido realmente un sabotaje? ¿Si es así, por qué decidieron tocar? ¿Qué hicieron con el dinero del concierto? ¿Era realmente una denuncia o un intento de salvar su imagen o quedarse en un punto intermedio? Quién sabe.
Aunque algunos artistas pequen de victimismo, también es cierto que hay un sector de fans que tienen una cierta responsabilidad en todo este asunto y también no son menos los que caen en la contradicción. Generalmente son los que se sienten ultrajados al ver que sus bandas favoritas tomen cartas en el asunto, pero que al mismo tiempo llenan los actos sociales y los conciertos organizados que estas mismas multinacionales organizan. No sólo recae en ellos el hecho de haber dejado de comprar discos -aquí hablamos a nivel genérico-, sino que su posición hace que se vuelva al debate de contribuir a las acciones de las multinacionales como productoras. Las razones que argumentan suelen ser parecidas: desde el «si no lo consumo, no podré ver a esa banda» y el «quizá tampoco pueda verla a este precio» que, al fin y al cabo, se define en aprovechar la ocasión brindada: «aunque me quieran vender este producto, yo en realidad estoy ahí por la música«. Es una especie de autoconvencimiento en relación al producto que se vende: «yo no lo consumo y no lo consumiré aunque asista«. Y así quedan zanjadas las posibles contradicciones.
En conclusión, es difícil posicionarse ante el dilema general, y al final tanto las empresas, como los artistas como el público barren para casa. Todo se resume al hecho que queremos la cosas a nuestro gusto, presentarnos a nosotros mismos y crear un discurso alrededor en el cual sentirnos cómodos, ya sea como consumidores o como productores. Esto es una clara consecuencia del sistema capitalista actual: en el caso de la música, es difícil la expresión artística con los condicionantes de mercado, y más aún dando por entendido que la situación es «inevitable», y por lo tanto todos debemos salvar nuestro pellejo ante la monstruosa modernidad, que lo ha arrasado todo. Nos lleva a creer que los músicos no tienen otra alternativa, que las empresas de publicidad en realidad se aprovechan de ellos pero a su mismo tiempo sirven como plataforma para lanzarlos, que hemos dejado de comprar discos porque no hay más remedio -o porque son muy caros- y la manera de sostener a estos grupos es a través de los conciertos, los organice quien lo organice. En el fondo adoptamos una posición confortable, un tanto victimista, para no tener que afrontar una serie de responsabilidad. En este caos, sería interesante recuperar la antigua cuestión sobre el sistema actual: ¿va realmente demasiado bien y no hay otra alternativa para luchar contra el sistema? ¿O es que nos sirve esta ídea, tan cómoda, para evitar tomar cartas en el asunto? Se abre el debate, amigos.
Para más información, éstas son algunas reflexiones interesantes sobre el tema:
- The Rise of Indie Bands in Advertising
- How Selling Out Saved Indie Rock
- Selling Out to Keep It Real: Indie Currency in the Decade(s) of Dysfunction
Y para los bibliófilos:
Taylor, Timothy D, 2012. The Sounds of Capitalism: Advertising, Music and the Conquest of Culture. University of Chicago.