Series como Pan-Am no se entenderían sin Mad Men. La ya serie icónica centrada en las andanzas de Don Draper y compañía devolvió a la década de los sesenta un esplendor que se creía perdido, abriendo la veda a nuevas producciones -norteamericanas, pero también británicas como The Hour- que han centrado su arco temporal en los sixties anglosajones. Con el futuro de la serie en el aire -nunca mejor dicho- repasamos algunas de las claves bajo la que se ha articulado durante su primera temporada. Por ART VANDELAY.
Pan-Am, la serie, se sitúa en la edad dorada de la hoy extinta aerolínea internacional norteamericana, una de las más populares de la época y símbolo del predominio aeronáutico estadounidense del momento. Su cuidado look, la época en la que está ambientada -la trama arranca en 1963- y, por qué no, la campaña publicitaria previa a su estreno, trataron de situar a la serie en el mismo imaginario televisivo que la citada Mad Men. Pero que Pan-Am deba su existencia a la mejor serie televisiva desde Los Soprano no significa que en realidad compartan un mismo espectro televisivo, hasta el punto de que la comparativa haya terminado por convertirse -lo tratado aquí, puro divertimento, poco tiene que ver con las vicisitudes de la agencia publicitaria de Don Draper y los suyos- más en un estigma negativo que en un impulso positivo.
A Pan-Am, sobre todo en el arranque, le ha pesado el asunto de las comparaciones, el temido efecto de las etiquetas que hizo cambiar, como mínimo a parte de la crítica local, la percepción que la serie debía tener con la que acabó por tener. Pan-Am es entretenimiento, con tramas de espías de otro tiempo, el glamour de lo que por entonces significaba volar y el día a día de la tripulación, tomando como eje vertebrador el mantenido por el cuerpo de azafatas de la compañía.
Las protagonistas son Maggie Ryan (Christina Ricci), simbólica cabecilla del grupo -por más que, paradojas de la vida, sea el personaje menos trabajado en el guión-, Colette Valois (Karine Vannase) y las hermanas Cameron, Kate (Kelli Garner) y Laura (Margot Robbie), dos personajes prácticamente antagónicos y a la postre decisivos en el hilo narrativo que integra la historia. Bridget Pierce, la azafata ausente, construye un personaje fundamental en la trama partiendo de su ausencia, un ejercicio de idolatría que hermana a su personaje con el de Kate, poniendo en solfa la parte más dinámica de la trama, aquella que alude a los intereses de la CIA en infiltrar agentes en tripulación por tal de viajar alrededor del mundo. Todas ellas forman un grupo de mujeres independientes en un tiempo en que costaba serlo -algo muy bien explicado en el episodio piloto, a raíz de la incorporación a la tropa de Laura, la hermana de Kate.
Como en otras series corales, Pan-Am se nutre de las historias personales de cada azafata para dibujar un abanico social de la época. Desde Colette, la joven francesa que abandonó su país desengañada de los idealismos europeos de inicios de los 60, a las hermanas Ryan.
El gran acierto de Pan-Am reside en su cuidado look estético, logrando reconstruir el mimo con el que la célebre compañía llevaba a cabo su presentación al gran público, lo que incluía una asfixiante serie de obligaciones estéticas a sus trabajadoras -en el piloto queda muy bien ilustrado- y en la capacidad de la serie para plasmar la visión más lumínica de la década de los sixties, ofreciendo una visión con una carga emocional visiblemente menor a la de Mad Men -también a la de The Hour– y en la que los personajes parecen estar más a disposición del fondo que la forma.
Si en la estética Pan-Am luce a la altura de las expectativas brindadas a propósito de su campaña de lanzamiento, en el guión la euforia es menor y el resultado más amargo. Pan-Am es una serie entretenida, bien producida y con las interpretaciones más que correctas que hacen de su visión un ejercicio agradable. Pero a la serie le resulta complicado trascender, se queda en la superficie y lo hace a sabiendas que la base con la que trabaja es más que buena.
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