Por qué una serie como The Shield tuvo en España un seguimiento residual es algo que sólo los ávidos programadores y diseñadores de parrilla sabrán responder. Desplazada en el mejor de los casos al late night de algunas autonómicas, la incidencia de la serie producida y protagonizada por Michael Chiklis tuvo una incidencia casi anecdótica en la gran audiencia, aunque cautivo al reducido % que siguió las andanzas de los protagonistas de La Cuadra durante las siete temporadas en las que estuvo en antena. La salida al mercado del cofre con la serie al completo reivindica una producción de culto y la cumbre de un género, el thriller policial, en claro desuso televisivo. Por RUBÉN IZQUIERDO.
The Shield empezó a emitirse en el año 2002. Los inicios de la pasada década pueden ser considerados sin tapujo la auténtica edad dorada de la televisión norteamericana. Series como Los Soprano o Six Feet Under seguían en antena y daban un vuelco a la tradicional concepción decadente de la televisión y, cada vez más, la pequeña pantalla empezaba a ser vista como el paladín del buen gusto cinematográfico y el refugio de autores de culto, abocados a la producción y realización de episodios piloto para series de nuevo cuño. En ese contexto surgió una serie diferente, donde los buenos lo eran poco y los matices de cada personaje se llevaban al límite. The Shield fue una genialidad, una excepción del género en el que el protagonista era definido en el mismo piloto como un «Al Capone con placa«, la historia sin final feliz posible del Equipo de Asalto de la Comisaría de Farmington, el barrio ficticio que los creadores de la serie idearon tomando lo peor de cada barrio marginal de la capital angelina.
El resultado fue una tragedia griega, un drama por momentos shakesperiano en el que todos los protagonistas de la trama parecían ser conscientes de su inevitable destino, al que parecían encarar con aplomo y con plena consciencia de sus actos. La serie seguía los pasos de Vic MacKey, el cabecilla del Equipo de Asalto, y su día a día en una comisaría ubicada en una antigua iglesia, dirigida con mano de hierro por el Capitán Aceveda, eterno candidato a la alcaldía de Los Ángeles, tan lleno de aristas en su alma como el propio Vic.
A MacKey le acompañaba un equipo leal integrado por Shane Vendrell, Ronnie Gardocki y Curtis Lemansky, con el que resolvía los casos más complicados del Distrito, reduciendo en la máxima medida posible los índices de criminalidad de la zona, a costa de saltarse todos los códigos éticos por el camino y dejar un largo entramado de corrupción utilizado en pos de un bien mayor: la seguridad de las calles.
El doble discurso ético de MacKey fue de hecho uno de los puntos cardinales a partir de los cuales se creó su personaje. MacKey no tenía problemas en saltarse la ley, corromperse y elucubrar complicadas actuaciones policiales con fines no siempre del todo loables, aunque se esforzaba en cumplir su cometido y lo hacía manteniendo un inquebrantable código ético que hizo del Equipo de Asalto su segunda familia. Las relaciones personales del propio MacKey con su mujer y sus hijos dio al personaje un enfoque más humano, además de añadir un evidente registro dramático a la trama que acentuaba el perfil angustioso de nuestro protagonista. Cuando más se enredaba la trama en la que MacKey y los suyos andaban metidos, más problemas paralelos mantenía con su esposa, con el matrimonio siempre a la deriva y la incerteza de qué hacer con su hijo autista en el caso de que sufra un percance en el trabajo.
Con MacKey y su equipo, el resto de protagonistas de la Cuadra jugó un papel igualmente destacado en la trama, que tuvo en el reverencial respeto a sus personajes una de sus grandes bazas a seguir. Claudette Wyms, seguramente el personaje más honesto de todos los que formaban el cuadro de protagonistas, el ambicioso investigador Holland Wagenbach, obsesionado con los casos de psico-killers, y los agentes Danny Soffer y Julien Lowe jugaron a su vez un rol fundamental en la trama, interactuando con el Equipo de Asalto a lo largo de toda la serie y aportando nuevos matices a sus protagonistas principales.
La serie tuvo además un poderoso elenco de actores invitados que enriquecieron algunas de sus temporadas con interpretaciones muy sólidas, clave en el desarrollo de cada una de ellas. Así, Glenn Close fue la primera en poner en jaque a MacKey dando vida a la capitana Monica Rawling, encargada de reabrir el caso de la muerte del quinto miembro del Equipo de Asalto años después de su fallecimiento, mientras que Forrest Whitaker llevó al límite al resto del plantel con su poderoso papel del Teniente Jon Kavanaugh. La relación que Kavanaugh mantiene con el Equipo, al que quiere encarcelar a cualquier precio, hizo de la Quinta Temporada una de las más intensas de la historia reciente de la televisión norteamericana, estableciendo una caracterización de culto que elevó a arte el desenlace de aquella trepidante temporada, un punto de inflexión en la infrahistoria de The Shield.
La serie tejió un enorme tapiz sobre los submundos de Los Ángeles, los demonios que habitan en el corazón de California y la gente que trata de rehuirlos. Encierra poderosas parábolas -como decía un personaje de Twin Peaks, resulta imposible limpiar la superficie sin mancharse las uñas- al rascar y nos ofreció un impacte fresco de bandas de todo tipo -latinas, afroamericanas, caucásicas o asiáticas- y provocó de hecho que la propia policía de Los Ángeles pidiese a los responsables de la serie que utilizasen un logo distinto al suyo para no verse reconocidos en los personajes de MacKey y compañía.
Vista en perspectiva, lo que más sorprende de The Shield es la capacidad de sus creadores para mantener el crescendo emocional hasta el final -algo que se aprecia en un segundo visionado, cuando tenemos claro el destino de cada protagonista y observamos, atónitos, como todo encaja a la perfección-. The Shield asumía como propios los múltiples tópicos del género, los engullía como un torbellino emocional para reformularlo poblando su peculiar microcosmos de héroes malditos tocados por la fatalidad, un sentido de la justicia cuanto menos relativo y un descenso a los infiernos donde los matices que separan lo correcto de lo incorrecto se difuminan a eso, a la línea que separa el margen de la Ley.
La sensación de inmediatez, el nervio óptico que le daba la cámara en mano, y los múltiples y riquísimos registros ofrecidos por el sonido ambiente -hay que ver la serie en VOSE, esta sí que sí- configuraban un fresco eterno sin tiempos muertos ni minutos para la basura.
The Shield era una serie plagada de feísmos, con pocas concesiones al espectador, donde el poder político y social -la paupérrima alma de Aceveda crece y no deja de hacerlo cada temporada que pasa- engullía toda consideración que podamos imaginar. El resultado era genialidad pura. Una serie intensa, enorme, descarnada y pasional. The Shield no inventó nada porqué jugó con códigos ya escritos. Pero fue tan grande lo que nos dio, que el género no ha vuelto a acercarse remotamente a aquello. El descenso a los infiernos de Vic Mackey se antoja inmortal e imperecedero. Que así sea.