A cualquier apasionado de la música que nos legó la célebre banda californiana le resultará difícil elegir su álbum predilecto. La discografía de The Doors está plagada de grandes éxitos que marcaron una época, pero también de canciones menos populares que con los años se convierten en pequeñas joyas aún por descubrir. El tiempo y las reiteradas escuchas nos revelan facetas, mensajes y matices en los que antes no habíamos reparado, por ello resulta especialmente difícil escoger un disco concreto. Una nueva sección de ALBERTO JUAN PUYALTO
Habitualmente se encumbra a L.A. Woman, último LP del grupo, como el mejor de sus trabajos, y a The Soft Parade como el más discreto. Pero todo es cuestión de opiniones. Lo que sí podemos afirmar, tal vez con mayor rotundidad, es que Strange Days (Elektra, 1967) es el más enigmático y psicodélico de todos ellos.
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Con una producción bien cuidada, el segundo LP repetía la fórmula del disco debut pero incrementaba, si cabe, los matices lisérgicos con los que la banda envolvía sus melodías. Los teclados eléctricos y el uso del sintetizador Moog creaban un sonido inquietante, tal vez demasiado perturbador para el público del momento, que acogió con frialdad el nuevo trabajo del grupo. Pese a todo, años después, la mayoría coincide en encumbrar a Strange Days como uno de los máximos exponentes del rock psicodélico.
Desde su primera escucha, las puertas de la percepción -cita de un poema de William Blake que dio nombre al grupo- se abren de par en par para nosotros, y la seductora voz de Jim Morrison penetra en nuestra psique como pocas lo han hecho antes. Las canciones que componen el álbum constituyen algunas de las piezas más oscuras de la imaginería de The Doors. Las suaves cadencias que acompañan temas como Moonlight drive o I can’t see your face in my mind evocan visiones de aquellos magníficos años 60, de las extensas playas de L.A. bañadas por la luz de la luna, de las enormes autopistas californianas y de su febril actividad… elementos que inspiraron las letras de Morrison, a menudo menospreciadas por su aparente simplicidad, pero que a mi juicio esconden a un poeta de considerable talento.
Otras pistas como Unhappy girl o en You’re lost little girl destacan por recrear un ambiente melancólico, casi etéreo. Aparecen, al mismo tiempo, algunas canciones de corte rock como Love me two times que se han convertido en auténticos clásicos del género. Sin embargo, el gran éxito que define mejor la tonalidad del disco es el tema que abre el disco y le brinda su nombre: Strange days. En él, la poderosa voz de Morrison retumba en nuestros oídos, perturbando nuestra alma cual misterioso chamán que, temeroso, invoca a dioses prohibidos y olvidados. Pura fascinación.
Del mismo modo que la soberbia The End servía de colofón al impresionante disco debut, The Doors cierran este segundo trabajo con una pieza que sería clave en su discografía: When the music is over
Una pieza digna de mención es, sin duda, Horse latitudes. Esta adaptación de un poema de la adolescencia de Morrison parece, sin duda, un desaguisado sonoro sin precedentes. El abuso indiscriminado de los ácidos ofrecía a menudo productos de difícil consumo, pero con el tiempo incluso llega a apreciarse la fuerza desgarradora de este angustiante crescendo, donde el crepitar del látigo y el relinchar de los caballos nos guía en un perturbador camino hacia lo desconocido.
Del mismo modo que la soberbia The End servía de colofón al impresionante disco debut, The Doors cierran este segundo trabajo con una pieza que sería clave en su discografía: When the music is over. Cuentan que Morrison alcanzaba con ella momentos de arrollador magnetismo en sus actuaciones en directo, convirtiendo la canción en una auténtica experiencia psicodélica del público. El tema constituye una hipnotizante sacudida a nuestra conciencia colectiva frente al maltrato al que hemos sometido al planeta, y aunque más de 40 años después la letra no pueda seguir más vigente, resulta arriesgado aventurarse a descifrar su contenido. El mérito de las canciones de The Doors reside precisamente en su carácter enigmático, susceptible siempre de un sinfín de interpretaciones.
No puede concluirse la reseña sin mencionar a los brillantes músicos que componían la banda, injustamente relegados a un segundo plano a causa de la fascinación despertada por su líder Jim Morrison. Tanto el teclista Ray Manzarek, como el batería John Densmore y el guitarrista Robbie Krieger son artífices de este mítico grupo que combinaba a partes iguales blues, pop, rock y psicodelia. Ellos, en la misma medida que el Rey Lagarto, han hecho y harán disfrutar a un sinfín de generaciones.